
Hoy las noticias confirman lo que ya desde hacía meses sabíamos. Uno de los cuadros más famosos atribuidos a Francisco de Goya, fue en realidad obra de uno de sus discípulos.
La noticia no tendría mayor relevancia para mí -el cuadro me gustaba, me gusta y me seguirá gustando- si no fuera por una afirmación que ha llamado muchísimo mi atención: el informe emitido por el Museo del Prado indica que la técnica empleada en la elaboración del cuadro no era ni mucho menos brillante, y que la captación del color era ciertamente pobre. En resumen: cuando el cuadro fue de Goya, estábamos ante un ejercicio extraordinario de precisión pictórica; ahora que ya sabemos que no lo es, nos encargamos de asegurar que la obra, después de todo, no era tan buena.
He visto suceder esto mil veces en la historia literaria: el teatro de Gregorio Martínez Sierra tuvo cierto interés hasta que alguien descubrió que la verdadera autora era su mujer, y entonces todo pasó a un plano exclusivamente anecdótico; los estudiosos que adoran a Shakespeare, jamás tolerarán la insinuación de que el autor de sus obras pueda ser Marlowe... no así quienes rechazan la escritura del genio inglés. Para ellos, lo mismo da quién sea o deje de ser el verdadero autor.
Y yo me pregunto... ¿quiénes son los verdaderos colosos de la historia?; o ¿cómo los juzgamos: por sus nombres o por sus obras?
Y me pregunto si mi trabajo, mis libros, mis artículos, serían igualmente valorados si en lugar de hablar de Aurora de Albornoz, hablasen de Juan Ramón Jiménez... aunque los textos fuesen exactamente los mismos. Porque realmente, nadie valoró mi trabajo, hasta que descubrí un dato minúsculo, que para los grandes tótems de la crítica representaba, ante mi sorpresa e incredulidad, un mundo. Y es que el primer libro de mi escritora había sido avalado por el propio poeta de Moguer...
¿Eso la convierte en otro coloso?